viernes, 8 de julio de 2011

De cuando la historia llora su injusticia en la demencia de un payaso.

"No somos nosotros; es este país, que no tiene remedio." La frase susurrada, se desliza inadvertida en la última incursión del rojo sangre en el desenlace del drama absurdo. El escenario: un circo, una feria y un monumento al asesinato. Los protagonistas: una huérfano impune de la dictadura, y sus casuales socios de la empresa de felicidad vacía. Nada más obvio pero nada más apropiado. Esas diez palabras conforman el aforismo de la derrota de la justicia en nuestros tiempos.En a frase final, la tímida insinuación de un dolor latente, aunque anónimo. "A todos los que sufrieron y murieron en aquellos años y nadie les recuerda."

La última película de Álex de la Iglesia, "Balada triste de trompeta", comienza por extraer de los archivos muchas de esas instantáneas que conforman el acervo cultural de la historicidad inmediata. Famosas imágenes de presidentes, actrices, combatientes y victimarios, rotan promiscua y velozmente en pantallas. Las expresiones de dolor y terror se asimilan a las sonrisas farandulescas: saturan el ambiente, se vacían de significado y se hacen equivalentes. Una prueba a nuestra capacidad de asombro, a nuestro conocimiento del pasado y a nuestros parámetros éticos; abundantes imágenes que intencionadamente tocan distintas fibras, o ninguna, y que nos dejan en un foso de excesivos significantes demasiado parecido al vacío.

Así, todo se hace cotidiano. El dolor de la muerte se palia con comerciales, playas y cervezas, y ante la ausencia de alternativas, el espíritu de la época y la nación enjuga su sangre en consumo. Apaciguada a la fuerza, la muerte adquiere una connotación sólo lingüística, que solo hace que La Guerra Civil Española se escriba con mayúsculas por la misma razón que aquí aplica a la Violencia, con mayúsculas, ese período macabro de la historia aún reciente. Es un episodio demasiado importante, demasiado determinante y, al mismo tiempo, demasiado dantesco y difícil de abordar, de manera que la única forma de darle su lugar es bautizarla con un nombre propio, como a una enorme bestia que se resiste a morir. La crueldad y la masacre, la ocurrencia de la guerra y el triunfo de los asesinos, ya se ha vuelto un lugar común. La injusticia de los pocos y la perpetuación del yugo de sangre y miseria sobre pueblos enteros ya se han convertido en una película demasiado vista. Un best-seller psico-social que todos compramos a precio de nuestro aplomo y nuestros sueños. 

Ya hace parte de la realidad. Es lo que entendemos y aceptamos como normal. Cuando las escenas macabras tienen el mismo valor y similar duración en los medios que un baile entre dos dulces y sonrientes sabandijas, cuando nos acostumbramos a la tragedia, que alguna vez tuvo razones, pero que ya no importan, significa que todo es un delirio, una demencia colectiva que olvidó todo objetivo solidario y sublime. Y es entonces cuando sólo queda el absurdo. Lo que se puede decir en lo que no se puede realizar, y lo que no se tiene que explicar porque es parte de un delirio. Lo que fabrican esos individuos, válvulas de escape de esta profunda enfermedad colectiva, que fabrica víctimas y verdugos para nutrir el mercado y la moral. Y por eso es grande Álex de la Iglesia: porque nos sabe mostrar la demencia del conjunto en la coherencia de personajes estrambóticos, que son sólo producto de su época. 

Una vez más, hemos recordado el agridulce potencial del absurdo, la dimensión inconmensurable de la crueldad humana y la demencia de lo normal.

En a frase final, la tímida insinuación de un dolor latente, aunque anónimo. "A todos los que sufrieron y murieron en aquellos años y nadie les recuerda."

Por eso prefiero el absurdo que recuerda.

No hay comentarios: